Mentes brillantes que sobrepasan todo tipo de imaginación humana.

Historias sacadas exclusivamente de nuestras mentes brillantes... esperamos que las disfruten.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Caminos sin retorno- Lucía Kulik

Caminos sin retorno

Corría el año 1939 en la ciudad de Frankfurt, también conocida como Franfort del Meno, Alemania, cuando una chica de diecisiete años decidió unirse al ejército Nazi.
Esta chica llamada Amanda Bleckman estaba llena de ilusiones y proyectos acerca del ejército, había soñado muchos años con llegar ahí. El deseo de unirse al movimiento había nacido a los quince, porque compartía los pensamientos e ideas de Adolf Hitler, pero no tenía la edad para sumarse a la armada. Cuando cumplió los ansiados dieciséis años estuvo esperando para que le llegara la notificación de reclusión pero nunca se la enviaron. Una vez cumplidos los diecisiete, y ya no pudiendo soportar la necesidad de defender su país de los judíos, decidió escribir una carta a los superiores, pidiendo por favor que la dejaran formar parte del proyecto para sacar a flote la nación.
En cuanto pisó por primera vez un campo de concentración y vio todo lo que la rodeaba tomó conciencia de lo que estaba haciendo, por desgracia ya era demasiado tarde para arrepentirse.
Luego de tres meses envió una carta a su madre contando todo lo que estaba viviendo, era bastante extensa por el hecho de que no podía hablar con nadie y las cosas que le estaban pasando eran demasiado fuertes, el último párrafo recuerdo que decía:

“Madre, no sabes cómo sufro al ver todo esto, lamento tanto no haber escuchado tus palabras cuando me decías que no era como me lo imaginaba o mostraban, lo único que me queda por hacer es soportar el ver esas miradas tristes suplicando libertad, juro que si pudiera en este momento liberaría a estos pobres inocentes cuya única culpa es aferrarse a sus creencias e ideales.
          
                   Con amor Amanda.”

Lo único con lo que no contaba era que los militares leerían su carta e incluso la respuesta, la cual arengaba a la hija para que ella defendiera sus ideales.
Al ver esto los superiores de la armada no dudaron un segundo en que la mejor opción era matarla, en pocas palabras “sacar la manzana podrida para que no eche a perder el cajón.”
Pasaron aproximadamente dos semanas luego de que Amanda le enviara la carta a su madre cuando decidió desde su lugar comenzar a ayudar a los judíos. Al principio lo único que hacía era pasarles comida decente y agua a escondidas. Pasado un mes cuando decidió arriesgarse más y comenzar de a poco a liberarlos sin que nadie se enterara. Luego de una semana la descubrieron y encerraron durante cinco días sin comida ni bebida hasta decidir cuál seria su destino.
Al cabo de este plazo deliberaron que su castigo seria morir de la peor forma posible: quemada en una hoguera. Luego de esto la buscaron y prepararon todo el escenario para su muerte. Una vez atada y a punto de morir pidió decir sus últimas palabras, creyeron conveniente que hiciera su descargo antes de su muerte y le concedieron la petición.
“Podrán quemarme viva en esta hoguera, pero mi llama permanecerá encendida en todos aquellos a los que pude ayudar, y no moriré sino que viviré en sus corazones para darles fuerzas y acabar con esta absurda guerra. Todo el mundo se enterará de lo que ocurre aquí dentro y su poder cesará en pocos años ya lo verán, mientras tanto gocen que les queda poco.”
Luego de sus palabras la mataron sin piedad alguna, pero esta frase retumbo en muchas cabezas y sirvió de ayuda para que, de a poco, el poder de Adolf Hitler llegara a su fin.
Amanda Bleckman, nació el 23 de febrero de 1922 y murió el 15 de mayo de 1940, ingreso al ejército el 17 de julio un año antes de su muerte. La familia se enteró dos años después del fallecimiento de su hija.

El movimiento Nazi cayó luego de cinco años, pero hasta entonces murieron muchos judíos, pero a la vez fueron liberados más de diez mil. Hubo varias historias de sobrevivientes de campos de concentración que salieron a la luz luego de su liberación. 

Loco por sus ojos- Candela Anacabe

Loco por sus ojos


Mientras caminaba escuchaba el ruido que producían las hojas bajo sus pies. Completamente desnudó y desesperado, miraba alrededor en busca de algún lugar donde poder escapar del frío atormentador. Desde lejos divisó una casa, de tonos grises y varias ventanas, parecía vacía ya que no había luces y las puertas estaban cerradas. Al ir acercándose creyó ver rastros en las ventanas pero desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos; pasó una mano por la pared áspera y en algunos lugares con pintura desconchada y moho. Levantó la vista y vio que el cielo estaba oscureciendo. Algo raro porque, a pesar de no recordar nada antes de llegar a esa escalofriante casa, hacía unos minutos estaba amaneciendo.
Se acercó a la puerta, tomó el picaporte y empujó, al abrirla hizo un ruido metálico que penetró sus adiós, haciéndole doler hasta dentro de su cerebro. Entró y le dio la sensación de que ese dolor era conocido, parecido a la maquina que controla los latidos de los internados.
Empezó a mirar a los costados. Teniendo en cuenta el destrozo de la fachada, por dentro, la casa en cambio estaba nueva y bien decorada. Muebles de calidad ocupaban las gigantes habitaciones. Sobre una mesa encontró una bata blanca, se cubrió con ella, feliz de sentir el calor de la tela sobre su piel. El piso de madera crujía ante el peso de su cuerpo. Decidió buscar comida y fue por el pasillo. Fue intentando abrir varias puertas pero todas estaban cerradas. Llegando al final, encontró la cocina, era espaciosa, con un horno de piedras, dentro de él parecía haber algo como huesos. La idea de que sean humanos le estremeció el cuerpo, se acercó y tomó la pequeña pala y revolvió entre las cenizas, no parecían ser más que animales.
Sintió el viento de la ventana y cayó en la realidad de que estaba solo en bata. Dio media vuelta y salió de la cocina, subió las escaleras de roñosa madera gris. Todos los escalones parecían quejarse bajo sus pies. Precia que a cada escalón la temperatura bajaba, empezó a sudar frío, la piel se le erizó.
Había solo dos puertas, la primera a la izquierda, de madera, tenía algo como rasguños y la de la derecha estaba abierta de par en par. Cruzó el umbral y se sorprendió al verse en un espejo. No se acordaba de su apariencia. Notó que su cuerpo era flaco, pero con rastros de musculatura, medía poco más de un metro ochenta. Su espeso pelo enrulado caía sobre su frente, tenía ojos grandes marrones oscuros con pestañas largas, muy hermosas. Tenía una nariz pequeña y curvada. Sus labios eran atractivos, carnosos y rosados, estaban entreabiertos. Su piel morena brillaba ante la luz de la luna, ya había caído la noche. Tomó la ropa que yacía doblada en la mesa, tardó sólo unos minutos en cambiarse, para su sorpresa la ropa era exactamente de su talla.
Escuchó un ruido en el cuarto de enfrente, sobresaltado, cruzó corriendo y abrió la puerta. Su corazón dio un vuelco al ver la escena. En la pared, escrito con lo que parecía ser sangre decía: “Papi, no puedo abrir mis ojos”. Tuvo la sensación de haber escuchado esas palabras muchas veces, quería escapar. Dándose la vuelta miró al rincón contrario. Un dolor se le clavó en el pecho, allí había una niña, de camisón celeste grisáceo, sentada con la cabeza entre las piernas. El dio unos pasos intentando no hacer ruido, pero la madera vieja crujió y la nena levantó la cabeza dejando ver dos huecos vacíos en lugar de ojos.
El dejó escapar un grito y sin mirar atrás corrió, sentía un malestar en su estomago, quería vomitar. Pero no podía detener su huida.
Tropezó en la escalera. Golpeó su cabeza violentamente contra el suelo.
Despertó. Todo era blanco, deseó moverse pero su chaleco de fuerza se lo impedía.

-El paciente ha despertado- dijo una voz suave- está listo para las próximas pruebas.