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miércoles, 2 de septiembre de 2015

Loco por sus ojos- Candela Anacabe

Loco por sus ojos


Mientras caminaba escuchaba el ruido que producían las hojas bajo sus pies. Completamente desnudó y desesperado, miraba alrededor en busca de algún lugar donde poder escapar del frío atormentador. Desde lejos divisó una casa, de tonos grises y varias ventanas, parecía vacía ya que no había luces y las puertas estaban cerradas. Al ir acercándose creyó ver rastros en las ventanas pero desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos; pasó una mano por la pared áspera y en algunos lugares con pintura desconchada y moho. Levantó la vista y vio que el cielo estaba oscureciendo. Algo raro porque, a pesar de no recordar nada antes de llegar a esa escalofriante casa, hacía unos minutos estaba amaneciendo.
Se acercó a la puerta, tomó el picaporte y empujó, al abrirla hizo un ruido metálico que penetró sus adiós, haciéndole doler hasta dentro de su cerebro. Entró y le dio la sensación de que ese dolor era conocido, parecido a la maquina que controla los latidos de los internados.
Empezó a mirar a los costados. Teniendo en cuenta el destrozo de la fachada, por dentro, la casa en cambio estaba nueva y bien decorada. Muebles de calidad ocupaban las gigantes habitaciones. Sobre una mesa encontró una bata blanca, se cubrió con ella, feliz de sentir el calor de la tela sobre su piel. El piso de madera crujía ante el peso de su cuerpo. Decidió buscar comida y fue por el pasillo. Fue intentando abrir varias puertas pero todas estaban cerradas. Llegando al final, encontró la cocina, era espaciosa, con un horno de piedras, dentro de él parecía haber algo como huesos. La idea de que sean humanos le estremeció el cuerpo, se acercó y tomó la pequeña pala y revolvió entre las cenizas, no parecían ser más que animales.
Sintió el viento de la ventana y cayó en la realidad de que estaba solo en bata. Dio media vuelta y salió de la cocina, subió las escaleras de roñosa madera gris. Todos los escalones parecían quejarse bajo sus pies. Precia que a cada escalón la temperatura bajaba, empezó a sudar frío, la piel se le erizó.
Había solo dos puertas, la primera a la izquierda, de madera, tenía algo como rasguños y la de la derecha estaba abierta de par en par. Cruzó el umbral y se sorprendió al verse en un espejo. No se acordaba de su apariencia. Notó que su cuerpo era flaco, pero con rastros de musculatura, medía poco más de un metro ochenta. Su espeso pelo enrulado caía sobre su frente, tenía ojos grandes marrones oscuros con pestañas largas, muy hermosas. Tenía una nariz pequeña y curvada. Sus labios eran atractivos, carnosos y rosados, estaban entreabiertos. Su piel morena brillaba ante la luz de la luna, ya había caído la noche. Tomó la ropa que yacía doblada en la mesa, tardó sólo unos minutos en cambiarse, para su sorpresa la ropa era exactamente de su talla.
Escuchó un ruido en el cuarto de enfrente, sobresaltado, cruzó corriendo y abrió la puerta. Su corazón dio un vuelco al ver la escena. En la pared, escrito con lo que parecía ser sangre decía: “Papi, no puedo abrir mis ojos”. Tuvo la sensación de haber escuchado esas palabras muchas veces, quería escapar. Dándose la vuelta miró al rincón contrario. Un dolor se le clavó en el pecho, allí había una niña, de camisón celeste grisáceo, sentada con la cabeza entre las piernas. El dio unos pasos intentando no hacer ruido, pero la madera vieja crujió y la nena levantó la cabeza dejando ver dos huecos vacíos en lugar de ojos.
El dejó escapar un grito y sin mirar atrás corrió, sentía un malestar en su estomago, quería vomitar. Pero no podía detener su huida.
Tropezó en la escalera. Golpeó su cabeza violentamente contra el suelo.
Despertó. Todo era blanco, deseó moverse pero su chaleco de fuerza se lo impedía.

-El paciente ha despertado- dijo una voz suave- está listo para las próximas pruebas.

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